Otra semana, otra escapadita. Esta vez quise alejarme de Madrid, ya que la cosa se estaba poniendo fea con las nuevas fases. Compré dos vuelos en agosto, pero los cancelaron porque, según parece, España está en la lista negra de turismo. Así que nada, toca encontrar alguna joya desconocida en la península.

No quería ir demasiado lejos (a pesar de echar de menos Valencia y, sobre todo, Cantabria), por lo que me decanté por la zona de Cazorla (Jaén). El hotel y spa fueron magníficos, cerca de un mini-pueblo muy mono (La Iruela, pegado a Cazorla), pero tu no vienes a leer mis entradas para que te cuente como me masajearon la cara (si no lo has hecho en tu vida, te lo recomiendo; relaja muchísimo), sino que quieres saber que tal se come.

La plaza de La Iruela, un pueblo en múltiples niveles, rodeado de montañas

Comiendo tras un paseo por la montaña

Buscando donde cenar por la zona, y con una gran decepción encima por haber caído en la clásica trampa de ir a sitios para turistas, como el Chiringuito Cerrada del Utrero, que era el único sitio cerca de una senda facilita (con una cascada y muchos valles), pero puffff. Caro, raciones ridículas, todo lleno de salsas para tapar el sabor… lo único que se salvaba era que al menos la cerveza la servían fría y que tenía buenas vistas.

En serio, hay que echarle huevos para cobrar 15€ para cuatro chuletas posiblemente descongeladas. Se supone que eran de ciervo y jabalí, pero con lo finas y secas que estaban, pudieron ser cualquier otro animal camuflado.


Un oasis gastronómico

Pero basta de quejas, que ahora viene lo bueno. Puse en mi buscador de sitios (ni lo voy a mencionar, ya que he de encontrar uno nuevo. A lo mejor pruebo seriamente El Tenedor), y encontré un sitio en un pueblo un tanto desconocido de unos 4.000 habitantes. Bonitas fotos, menú un tanto ecléctico (cosas típicas españolas, mezclado con toques franceses e italianos) y sin precios. Necesitaba un poco de calidad, así que… ¿por qué no?

Decoración extraña aparte (mezclando IKEA con cosas de la abuela), lo primero que me sorprendió fue el servicio. Lucía, la camarera, emitía un aura de calidez y bienvenida, siempre sonriendo como si fuese un primer día en un trabajo nuevo, a pesar de llevar en el restaurante bastante tiempo. Conocía cada plato, recomendaba cositas, adornaba todo con un toque personal…

Pero yo a lo que iba era a comer. No solo comer, sino a comer bien. El confit de pato me llamó la atención, a pesar de ser un concepto técnicamente no fácil, ya que siempre que lo como o cocino, acaba o soso, o seco, o ambos. Mira, no diré si estaba bueno o no; simplemente diré que por desgracia, no pude pedir el mismo plato cinco veces seguidas y, todo lo que comí el resto de la semana, me supo a nada en comparación. Mi acompañante quería bacalao, pero Lucía aconsejó la lubina (grandísima idea, porque estaba magnífica, jugosa, tierna…). Como entrante elegimos un tartar de atún con jamón ibérico.


Buena calidad, poco apreciada

Me quedé tan entusiasmado y sorprendido de encontrar un sitio así que me quedé un rato investigando las reseñas. Casi todas eran perfectas, pero algunas negativas destacaron, como por ejemplo una en la que se quejaban de la ensalada de langostinos que cuesta 14€ a pesar de la cantidad, o como los raviolis de boletus estaban malos.

Parecía que el restaurante, a pesar de ser excelente, el público que servía no parecía el indicado. Si estuviese en Madrid, podría cobrar el doble por cada plato y la cola daría la vuelta a la manzana. Por ello, aprovechando que era un martes por la noche y con la sala vacía, pedí a la camarera si el chef tenía unos minutillos para poder hablar (entrevista realizada en otra entrada).

José Manuel Aranda Santos, chef y socio fundador

Resumiendo, todo estaba tan sumamente bueno que no sólo estoy escribiendo dos entradas sobre el sitio, sino que acabé volviendo tras dos días, de camino a Madrid.

La segunda vez, quería algo ligero y un poco tradicional, así que me decanté por un risotto, un secreto ibérico y un tiramisú. Obviamente, estaba todo riquísimo, a pesar que nada podrá hacer justicia al confit de pato de un par de noches atrás.

Con media lágrima, cogí el coche y me dispuse a volver a casa, en la Sierra de Madrid, pasando por Ciudad Real. Quise hacer el camino largo, ya que la ida la hice por Manzanares. Todo el camino deseando volver a Andalucía, sumadas a las pocas ganas de estar rodeado de la histeria colectiva por la que nuestra capital está pasando por el momento.

En fin, ahora toca meterse en el búnker y a planear la próxima escapada…