Todos estamos encerrados en casa sin poder salir, como mucho pudiendo movernos por nuestra comunidad. Algo que pasa desapercibido, en vez de ir a los restaurantes de siempre, son los Food Markets, o mercados para comer, que están arrasando silenciosamente. Hace poco tuve la oportunidad de ir a un par de ellos, que no visitaba desde hace varios años. ¡Como han cambiado!
Akma Mix
Ubicado en el Mercado de San Antón (Chueca, Madrid), ha sido un descubrimiento único. Fui a ese mercado para comprar cositas gourmet para hacer unas piadine con quesos y embutidos italianos. Ya hablaré de ellas, que las adoro. Pero vamos a hablar de este rincón fusion japo-coreano.
Tras leer rápidamente el colorido e ilustrado menú, se notan las influencias japonesas. A pesar de ser países vecinos, la cocina difiere muchísimo. En Corea abunda el picante y la costumbre de comer en grupo, con grandes platos en el centro de la mesa, todo cortado con tijeras (si: tijeras), mientras que en Japón hay raciones pequeñas e individuales, frescas o fritas. En este sitio había una mezcla de ambas cocinas.
Karaage (pollo frito japonés) pero picante y con salsas; Gyudon (ternera cortada fina sobre arroz) pero con cositas en escabeche. Lo que más me sorprendió (que pedí más, ya que con dos no tuve suficiente), fueron unos Bao (pan hecho al vapor) de ternera con salsa de miel. No puedo describir lo que estoy salivando ahora simplemente al recordarlos. Me sale también una sonrisa al recordar como vocalizaban y enunciaban el disfrute los guiris de la mesa de al lado.
Un sitio muy recomendado por si uno se encuentra por la zona y con hambre. Bastante barato por la cantidad y calidad que ofrece (por menos de 20€, uno acaba lleno y satisfecho). El servicio también ha sido excelente, con una camarera muy maja y atenta, haciendo la ronda por las mesas.
Comiendo y flipando en la city
Ese ruido de fondo son mis neuronas quejándose por tener que escribir algo tan digno de un influencer de 2020, cosa que no soporto, pero es su eslogan, y quería compartirlo por aquí. Su web transmite claramente que clase de sitio quiere ser.
Aquí jugaron muy bien con las limitaciones que nuestro gran amigo el CoronaVirus nos proporciona. En vez de entrar cuando uno quiere y pidiendo lo que a uno le apetece, está todo reducido a un único turno a las 14.30, con menú cerrado. Así, cual cadena de ensamblaje digna de una fábrica de Tesla, alimentaron a la docena de comensales. Unos ocho platos, tímidos en cuanto a cantidad, pero bien espaciados para hacer la digestión entre bocado y bocado, dando una falsa sensación de plenitud. Si, más sano, pero uno pasa hambre. Tuve que rematar con un trozo de tarta y café en el puesto detrás del restaurante al terminar la comida.
El menú se supone que es peruano, con platos típicos como el Ají o el Seviche, pero encuentras un poco de todo, como la lasaña de pato (como italiano, la encontré con crisis de identidad, muy confusa) y la panceta con salsa de hoisin. Por desgracia repitieron mucho algunos ingredientes (algas wakame, soja, etc), dando un cierto sentimiento de union, que puede ser a la par homogéneo y aburrido.
Pero algo que me encantó y que él solito me haría volver, fueron los tallarines con mejillones al wok. Muy equilibrados, dulces y ácidos a la vez. Me comería varios boles seguidos. Respecto al servicio, el chef Roberto Martínez Foronda, estuvo presente de vez en cuando para unas palabras, pero por suerte, se quedó la mayoría del tiempo entre fogones. Teniendo en cuenta que el servicio empezó con más de media hora de retraso, sumada la hora y media de servicio, se agradeció, pero sí que me hubiese gustado que uno de las tres personas estuviese más disponible para los clientes.
Las otras dos personas detrás de la barra fueron muy distintas entre si: había un chico (creo que peruano) que era una máquina. Técnica magnífica, mise en place precisa, produciendo plato tras plato sin levantar la mirada y sin distracciones. El otro, en cambio, al preguntarle sobre un plato ya que no conseguí identificar un cierto sabor amargo, me contestó un tanto bruscamente (dejando claro que él también era cocinero) y que esa amargura era del wok (¿por lo que no los había limpiado bien?). Errar en su función no era difícil, ya que lo único que le vi hacer aparte de fregar platos y pasar cuchillos, era poner a remojo unos fideos y no usar la mascarilla.
El precio era muy acorde con la calidad de los ingredientes: 35€ por persona, más bebidas. En resumen: comí, pero no flipé, pero sí que volvería para ver que más saben preparar, pero al no pudiéndome decir cuando va a rotar el menú, dejaré pasar unos meses.
Para cerrar, recomiendo que uno vaya a conocer los food markets de la zona. ¡Puede que haya alguna joya escondida!