Un fin de semana, me llaman unos amigos, proponiendo una ruta por la Sierra Oeste de Madrid. Aburrido como una ostra y echando en menos ir en moto, acepto sin rechistar.
El plan es salir del Puerto de la Cruz Verde, tirar hacia Avila, y bajar hacia Cebreros, pasando por Las Navas del Marqués y demás sitios.
He de admitir que nunca he ido a Cebreros, sitio de culto para cualquier motero de la zona, e iba siendo hora. Pensé que íbamos al sitio en el que van todos (Bar El Mancho), pero acabamos en una callecita donde era difícil (y tal vez un tanto peligroso) aparcar las motos. Por suerte éramos sólo cinco, por lo que pudimos ponerlas en el hueco enfrente del hotel-restaurante El Castrejón.
Nos pusimos afuera, a la sombra de una higuera, rodeados de tranquilidad, de verde y de piedras. El hotel está conservado perfectamente, con sus ladrillos y piedras al sol, invitando transeúntes de la zona, pero vacío por culpa de la pandemia.
Al sentarnos y al poner nuestros cascos en fila, un camarero muy hospitalario (el cual olvidé su nombre, ¡y pido disculpas!) nos toma nota de las bebidas. Al haber una higuera, directamente le pregunto si por un casual tenían mermelada y si nos la podrían servir con un poco de queso de la zona.
Vaya forma de empezar. El estómago estaba haciendo todo tipo de ruidos, pero al llevarme todo tipo de queso a la boca (gratinado, fresco, tierno, curado…) con esa sublime mermelada, toda preocupación o problema personal se disipó.
¡Y eso que estábamos todavía con el aperitivo! Al ver que había más entrantes, nos pusimos a pedir un picadillo con huevos rotos y un «tartar» de tomate, aguacate y calabacín (éste último estaba sorprendentemente fresco y delicioso, ¡y eso que soy carnívoro a más no poder!).
Peeeeero, el cuerpo pide carne. Cada uno pedimos algo diferente. Chuletillas de lechal (nada de lechazo ni porquerías. Lechal de verdad), entrecots, solomillos, chuletones… vamos, que había media vaca sobre la mesa, preparada de formas diferentes.
Todos sabemos que aunque estés lleno, siempre hay hueco para el postre.
Entre un volcán de chocolate (que ni llegué a probar porque el que lo pidió lo consiguió devorar antes de que me diese cuenta) y una tarta de queso, no había ganas de irse.
Medio comatosos, pagamos (todo a muy buen precio), juramos volver, y nos encauzamos de vuelta a El Escorial.
Algún dia que quisiera alejarme aún más de Madrid, a lo mejor vuelvo y pruebo las habitaciones. Se respiraba una tranquilidad abrumadora y, a veces, es lo que hace falta.
Pero ahora hay que seguir hacia adelante, buscar nuevos destinos y sabores.
¡Hasta la próxima!