Érase una vez un blog que se tenía que escribir una vez a la semana, máximo dos. De repente, una empresa se puso en medio, apartando el entusiasmo y la pasión, dejando solo fríos proyectos, plazos de entrega y responsabilidades. Pero un día llegó mi princesa sobre un corcel de acero al rescate, llevándome a León y a la Cordillera Cantábrica, de camino a Asturias. El camino se encontraba solitario y con pendientes, una parada obligatoria se hizo presente: el Mesón Ezequiel, en Villamanín.

Empiezo esta entrada en plan cursi y como un cuento de hadas, ya que el sitio es pura poesía. De lejos no es más que un mesón en un pueblo perdido, pero si en medio de la semana tiene el salón, terraza y comedor completamente abarrotados, y aún quedan otras 50 personas fuera haciendo cola, por algo será. Aún así el servicio era excelente, con un camarero sonriente (creo, iba con mascarilla) a paso acelerado, pero con tiempo para lanzar alguna que otra broma.

 

Calidad Ezequiel incluso antes de empezar a comer

Ni habíamos llegado a nuestra mesa que pasamos por delante de la tienda de lo que producían: un arcoíris de embutidos, mirándome como cachorros deseando que les lleve a casa, con ojos vidriosos. Por supuesto, la mente es débil y el estómago más aún, por lo que me llevé unas bolsitas de loncheados.

Una vez en la mesa y antes de pedir la bebida, nos presentaron a uno de los productos estrella: cecina de la zona, servido con un poco de queso rallado por encima, y un chorrito de aceite EVO.

Dejemos algo claro: hay cecina y hay cecina. Esta era de las últimas. Ahumada, especiada, suculenta, fina…

Tras pedir una botella de agua y una jarra de tinto (en vasija de barro con Ezequiel grabado por fuera, muy de pueblo, me encanta), había que estudiar la carta. El menú tenía buena pinta, pero al estar en medio de las montañas, necesitaba llenarme de los frutos de la zona. Especialmente animalitos muy monos que pastan lejos del secarral del centro de la península. Repasando toda la carnaza de la carta, vi que había cabrito. Dejé de leer y llamé al camarero.

El resto del restaurante estaba aprovechando el menú del día, con cogollos de lechuga y jamón, y pulpo de segundo. Personalmente, no voy a un pueblo perdido en la Cordillera para comer algo que sale del mar, sobre todo si estoy yendo de camino a Gijón, meca de las navajas y sardinas.

 

Errores de un Madrileño

«Una tabla de embutidos, cabrito y costillas de lechal». Su expresión no tenía nombre, pero creo que poco le faltó para llamarme «loco» a la cara. Al recibir media tabla y al ver que eso pudo haber alimentado a seis personas, lo entendí. No íbamos ni por la mitad del aperitivo, que ya estábamos llenos, sobre todo al imaginarnos lo que nos faltaba.

Sin decir nada (aunque no falto de una sonrisita mezquina), nos trajo una bolsa y dos tuppers, con risitas provenientes de las mesas que nos rodeaban. Ya se sabe como va el refrán de quién ríe último, ya que cuando a las demás mesas, se vieron con más tuppers que rebanadas de pan en cada mesa. Yo a lo mío, puesto que hacia mí venía una fuente de barro con no uno, no dos, sino cuatro trozos enormes de cabrito, acompañado de patatas flotando alegremente en una salsa divina, perteneciente al asado.

Boquiabierto, me di cuenta de que también vinieron las costillas de cordero. Perfectamente churruscaditas, muy poca grasa, mucha carne y sabor único. Se podía ver que el pienso no lo vieron ni en pintura. Estos solo comieron hierba y bebieron leche. En Madrid, uno fácilmente se gasta el doble y se come la mitad.

Pero hablemos del plato estrella: el cabrito. Cuando un animal deja de ser un bebé y come pienso, empieza a sentirse un sabor ligeramente amargo, que aparece unos segundos tras tragar. Esto se ve cuando se va a un mesón del tres al cuarto y venden recental (animal ya mayorcito) pero lo llaman lechal o lechazo, junto a lo que creo que ni se puede llamar «salsa», ya que es todo agua con algo de grasa flotando.

Ezequiel no engaña. Piel fina, crujiente. Carne pálida, despegándose del hueso con sólo mirarla. Salsa espesa, llena de sabor. Sobre las patatas: unos pimientos a la brasa, de lo más dulces. No sé que hacía Lorca escribiendo sobre una Malagueña y sobre Aurora, cuando pudo haber relatado poesía sobre este plato.

 

Dejando el sitio con buen sabor de boca

Tras un ligero sorbete de limón y cava, pusimos poco más de 60€ sobre la mesa y nos fuimos con el estómago lleno y un cuerpo suplicando siesta mientras se escuchan las olas rompiéndose en las playas de Gijón.

Abierto en 1945, ahora con 3 restaurantes y mesones, más la fábrica, acompañado de casi 11 mil reseñas con 4.6 de media, no es necesario pensarlo dos veces: es una parada obligatoria si uno pasa por el Puerto de Pajares.

Ahora sólo me hace falta encontrar un sitio donde hagan Focaccia de verdad…

(algunas fotos propriedad de Mesón Ezequiel)